Los hijos de la comodidad - Laura Salino (1)
¿Te corto el bocata en trocitos o lo muerdes tú?
(De una madre a su hija de seis años, correctamente dentada)
Algunos superan la treintena de primaveras. Otros, apenas si han transitado el primer lustro de las que aún tienen por delante. Las responsabilidades son diferentes, la posición, apenas si ha variado. De las declaraciones del primer grupo, sólo nos queda la imposibilidad de cerrar la boca, producto del asombro, provocado por la fiel, indiscutible permanencia en casa natal pasado el tercer, incluso cuarto decanato: no trabajaremos sobre ello en este espacio. Del segundo, si logramos sobreponernos a la tristeza que nos genera el espectáculo que cotidiana y repetidamente los ubica en la comodidad de sus pequeños medios de transporte, podremos ocuparnos un poco más detalladamente; sobre todo a causa del mal pronóstico que auguran los chillidos, los llantos inconsolables por exceso de consuelo y la exactitud imitada de progenitor a progenitor.
Las mínimas preguntas que encuentren lugar en tan escaso espacio merecen, acaso, una apertura a la reflexión.
Chorreando de sus cochecitos, subrepticiamente arrebatados a los hermanos más pequeños –concesiones ridículas en pos de evitar los ineludibles celos fraternales– o simples emperadores irrevocables del reino donde impera la ley del menor esfuerzo (ley indiscutible, en tanto se encuentra muy bien avalada y conservada, en razón de su estable matrimonio con el dios Mercado); estos niños pasean cómodamente por las calles con la inseparable compañía de sus señores Ser Padres Hoy, quienes parecen no asombrarse de la relación continente-contenido.
Es preciso detenerse sobre un hecho de suma importancia que parece omitido: son estos los momentos donde un niño, con esa inteligencia que luego irá perdiendo a medida que vaya aprendiendo de sus progenitores, construye su idea del mundo y va emplazándose en él: los seres humanos aprendemos a nombrar eso que queremos porque su falta nos duele o nos hace desear, nos resolvemos a caminar porque intentamos llegar a donde la fantasía no lo permite, nos quedamos atrás porque queremos medir el alcance de aquello que nos proporciona seguridad o tranquilidad, y que camina, se mueve, no permanece siempre inmutable. En suma, la inestabilidad, la falta, la incomodidad nos mueven; nos evitan el marasmo que todas las realidades fantaseadas invitan a repetir, en su idilio homeostático, hasta la muerte. [2]
Los padres, que han asumido la responsabilidad de hacerse con un hijo al mundo, habiendo pasado ya por allí asumen también el compromiso de estar advertidos de la importancia del asunto. Sin embargo, preguntados acerca de las razones por las cuales un niño de cinco o seis años no debiera utilizar sus extremidades inferiores exactamente para lo que fueron (conjuntamente con su lugar de hijos) engendradas; se desentienden de tal recorrido y responden sin mayores conflictos –obviando lugares, posiciones, historia o cualquier cosa que los convoque a responder por ese lugar que nadie está obligado a asumir, pero donde el compromiso con la función una vez aceptado el desafío es inextinguible–: «se cansa». Lo dicen con indolencia ex profeso. Y después de una aseveración tan ridícula como esos cuerpecitos colgando de los cochecitos como si les sobraran extremidades, siguen con sus trámites o sus compras, manteniendo a la pequeña entidad a salvo de cualquier manifestación que pudiera afectar sus rutinas tan cómodamente armadas.
Los niños (quienes tuvimos niñez lo sabemos) son ávidas esponjas subjetivas que arman su propio mundo tomando los elementos que todos sus Otros (la Cultura en definitiva) les ofrecemos.
Resulta risible que, luego, los adultos nos sorprendamos por los caprichos irrefrenables de estos terribles enfants, de repente enfrentados con un mundo cuyas exigencias no condicen con una resolución desde el refugio de la silla o el colchón del discurso parental. En algunas ocasiones, cuando estos desquicios llegan al ámbito educativo, incluso llegan a legalizar abominables prácticas de clasificación y rotulación que concluyen con equis miligramos de alguna droga de moda y «pobrecito, está enfermo».
Acaso sea verdaderamente necesario recordar ciertas palabras de quienes, lejos de dormir en las comodidades pretendidas o merecidas, no se contentaban con la observación sin moverse de su sitio:
“…no puede soslayarse la medida en que la cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional (…) Esta ‘denegación cultural’ gobierna el vasto ámbito de los vínculos sociales entre los hombres; ya sabemos que esta es la causa de la hostilidad contra la que se ven precisadas a luchar todas las culturas.” [3]
Muy probablemente nuestra cultura siga bajando los brazos y aquella «denegación cultural» (otro nombre de la responsabilidad por la continuidad del género humano como especie) hoy no sea más que un recuerdo insidiosamente sepultado por intereses que conducen nuestras vidas hacia realidades tan bien programadas que algunos apenas si notan la diferencia
¿Qué es lo que puede esperarse de alguien que construye su mundo sobre la base de la comodidad como ideal último, promovido y sostenido? ¿Qué resulta de una sociedad construida a la sombra del confort o de preguntas sofocadas por un blister vendido como el ca(ra)melo de la felicidad?
Una manada homogénea cuyo control se ejerce con mando a distancia.
O, lo que es lo mismo, una masa indiferenciada que responde a un símbolo publicitario como antes a un padre.
Claro que no se trata de renegar del confort, en tanto permite un tránsito menos accidentado por un mundo convertido en deporte de riesgo a cada esquina, aunque sí de elegir los rumbos –y esto resulta indisociable de una posición ética– por los cuales tomar distancia de esa triste «miseria psicológica de la masa» que nos habla desde anuncios ingentes y ya es marca registrada.
[1] El origen del presente trabajo se halla en la observación reiterada –en España– de niños en edades cada vez más avanzadas, siendo llevados por sus padres en cochecitos propios de niños pequeños. Luego, diversos pensamientos e hipótesis abonaron su desarrollo.
[2] No se trata de una exageración: en China, una niña murió de inanición en la vida real mientras cuidaba a su avatar en la vida virtual de un juego de última generación cuyo nombre (Second Life) termina siendo una cáustica ironía.
[3] Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Cap. III, en Obras Completas, Amorrortu Editores, 1998.