Orwell en la noche del pensamiento, Javier Fernández Paupy
El pensamiento tiene su cara oculta, como La Luna: es asunto de las palabras iluminarlo y no hay observación sobre la lengua, por escueta que sea, que no pueda servir para responder a la vieja pregunta: ¿Qué pensamos cuando no pensamos en nada?
Jean Paulhan, Las flores de Tarbes o El Terror en las Letras
El médico John Ross, en La tos de Orwell (2012), afirma: “El genio literario emerge más frecuentemente del fracaso y la pena que de las comodidades y la complacencia.” El prontuario de Orwell en su escuela de padecimientos es ejemplar: tos crónica desde su primera infancia, dengue en Birmania cuando la región era colonia británica, pobreza extrema, trabajos no calificados en París, maestro de escuela, traspasado por una bala en el cuello durante la Guerra Civil Española, y desde 1938, su tos empieza a expectorar sangre.
A medio camino entre la memoria y la crónica, Homenaje a Cataluña (1938) es un testimonio de la experiencia de George Orwell en el frente de guerra peleando contra las filas fascistas. Ahí se refiere a la literalidad con la que los españoles interpretaban “las gastadas frases de la revolución”, describe “los horrores de la política partidaria” y confiesa que “el aspecto político de la guerra (lo) aburría.” Orwell no deja de reflexionar sobre el lenguaje en medio de una guerra. Aunque aclare que luchaban contra la neumonía y no contra otros hombres, muestra la contradicción entre los agitadores discursivos y los que intervienen realmente en la lucha armada. Asegura que “consciente o inconscientemente, todos escribimos con parcialidad.”
Incluso muchos años después de haber matado a un elefante, la idea de mostrar, desde una fábula moderna como Animal Farm (1945), que el sistema socialista bajo la tutela de Stalin se había vuelto ignominioso y corrupto, inspira a Orwell. Se dice que cuando vio, en un campo inglés, a un niño desde un carro golpear con virulencia a un caballo, la analogía entre el proletariado y el caballo se hizo carne en él: “Si los animales se rebelaran…”
Aldous Huxley, en Brave New World (1932), imagina una sociedad en la que las “personas”, llamadas desde las letras del alfabeto griego, Alfas, Betas, Gammas, etc., según su lugar en la cadena de producción, son engendradas en tubos de ensayo y no pueden desarrollar ninguna identidad porque se ejerce sobre ellos una forma de dominio basado en el control cerebral, desde grabaciones que escuchan mientras duermen y en las que su identidad se manipula mediante repeticiones hipnóticas.
En la prolija pesadilla en la que se hunde Orwell en 1984, publicada en 1949, figura una predicción, entre otras. En el año 2050, una nueva tecnología volvería todavía más fácil el control del pensamiento: se trata de la neolengua (newspeak). Díscolos con triste final como el antihéroe Winston Smith no podrían sino someterse al control de este idioma gracias al cual no harían falta cárceles, ni drogas, ni siquiera torturas. La servidumbre obligatoria la daría el propio lenguaje. La neolengua tan temida por Orwell presenta la posibilidad de dominar y manipular las ideas de los hablantes restringiendo el uso del lenguaje. Según esto, el pensamiento depende de la sonoridad de la palabra. Orwell abre en su libro el dilema sobre la capacidad del lenguaje para modelar o no el pensamiento. Si el lenguaje fuera sólo un sistema puramente convencional de símbolos sonoros, esa parte de la convencionalidad haría sobresalir el carácter exclusivamente humano y no instintivo de comunicar ideas y emociones por medio de un sistema producido deliberadamente. Pero negar que se pueda pensar sin necesidad de palabras es pretender explicar un misterio.
Hay estudiosos y lingüistas que piensan que los conceptos existen independientemente de su capacidad de ser nombrados. El debate no es novedoso. Ya Platón pretendía disuadirnos con que el pensamiento precede al lenguaje y las “ideas puras” existen por sí mismas. Quizás Orwell entre líneas sugiera que los conceptos de libertad o igualdad son concebibles e independientes de su capacidad de ser dichos. La idea de Orwell se basa en que las palabras determinan las ideas y, a su vez, la conciencia. Esto explicaría el instrumento retórico que usan los políticos, entre tantos otros sofistas contemporáneos, al recurrir a la ambigüedad, la generalización o los eufemismos para convocar a sus seguidores.
En el Apéndice de 1984, se lee que la “neolengua (…) fue creada para solucionar necesidades ideológicas del Ingsoc o Socialismo Inglés. (…) La intención de la neolengua no era solamente proveer un medio de expresión a la cosmovisión y hábitos mentales propios de los devotos del Ingsoc, sino también imposibilitar otras formas de pensamiento. Lo que se pretendía era que la neolengua fuera adaptada de una vez por todas y la vieja lengua olvidada, cualquier pensamiento herético, es decir, un pensamiento divergente de los principios del Ingsc, fuera literalmente impensable, o por lo menos en tanto que el pensamiento depende de las palabras.”
Otra obra, como 1984, con matices de ciencia ficción y distopía, es la película Alphaville (1965) de Jean-Luc Godard. La película dialoga con el libro de Orwell y con el de Huxley. En esa ciudad totalitaria y sin aura, a los diccionarios se los llama biblias, y no figuran las palabras amor, llorar o porqué. La libertad no existe en esa sociedad del futuro, así como no existe la palabra libre en la neolengua de 1984: “pero –la cita es del Apéndice del libro de Orwell– sólo se podía usar en afirmaciones como «este perro está libre de piojo», o «este prado está libre de malas hierbas». No se podía usar en su viejo sentido de «políticamente libre» o «intelectualmente libre», dado que la libertad política e intelectual ya no existían como conceptos y por lo tanto necesariamente no tenían nombre.”
Tanto en la novela de Orwell como en la película de Godard, las palabras tienen un poder subversivo, pueden trastocar, dar vuelta las cosas y provocar desmanes. Promediando el final de la película, el héroe, Lemmy Caution, le pregunta a la mujer que lleva el número 503 tatuado en su nuca, Natasha, si conoce Capitale de la doleur, de Paul Éluard. Ella no lo conoce, abre el libro y lee en voz alta: “Vivimos en el vacío de la metamorfosis./ Pero el eco que suena a lo largo del día/ ese eco más allá del tiempo, angustia o caricia…/ ¿Estamos cerca de nuestra conciencia, o lejos de ella?”. Pero Natasha no entiende lo que significa la palabra conciencia. De hecho, Caution, después de matar de un balazo al profesor Von Braum, mentor de la máquina Alpha 60 que gobierna a esa deshumanizada ciudad, la desbarata recitándole fragmentos de una versión libre del ensayo “Nueva refutación del tiempo” de Borges: “El tiempo es espantoso porque es irreversible y es de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre.”
Orwell, desde el retrato de la sociedad distópica de su novela, tanto como Godard, desde su película filosófica de ciencia ficción, ponen en primer plano al lenguaje, artífice o no del pensamiento, como si fuera el protagonista oblicuo y central de estas obras.
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“Evitamos (en tiempos de paz) –dice Jean Paulhan en Las flores de Tarbes o El Terror en las Letras (1941)– la palabra guerra. Y la palabra devaluación: preferimos ajuste monetario. En vez de la palabra inflación, decimos (aunque es penoso) coeficiente de crecimiento del coste de vida. Decimos enfermo en vez de sifilítico e indispuesto antes que enfermo. Tal partido político evita la palabra orden; tal otro, la palabra libertad. Reconozco que hay una ilusión en el origen de semejante poder. Pero es una ilusión tan común, y de un éxito tan inmediato, que apenas merece el nombre de ilusión. (…) Nuestro lenguaje, decía Comte, nos muestra –y según Rilke nos revela– a nosotros mismos. Voy a afirmar sin embargo que todo el lenguaje es expresión, y que toda expresión nos limita. (…) Más de un niño ha imaginado alguna vez, con la mayor alegría, que ha inventado el pensamiento, y que lo ha inventado él solo, mientras el resto del mundo (y los adultos especialmente) se contentan con alinear una palabra tras otra.”